Aquella sonrisa daba miedo.
Quizás porque se trataba de un gesto
frío que se estampaba a bocajarro sobre las mejillas, o tal vez porque iba
acompañada de unos ojos azules que observaban con fijeza. No había modulación
de la voz, ni gestos con las manos, sólo aquella mueca congelada que no
alcanzaba a su interlocutor. Surgía de improviso —sin un preámbulo en las
comisuras de los labios—para actuar de punto y seguido entre las frases. Cinco
segundos de pausa y volvía a desaparecer.
Algunas veces llegaba escoltada por
una carcajada corta, una interjección indolente que no marcaba seguridad, sino
distancia. Trazaba una línea invisible de indiferencia. Ni siquiera era una sonrisa de doble filo. No
se trataba de un gesto estudiado y calibrado al milímetro, no era una máscara.
No quería convencer, ni agradar, ni fascinar. Sólo era eso, un gesto. Solo. Una
sonrisa en medio de la nada. Una sonrisa que luchaba por mantenerse a flote. A
la deriva.
BB.
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