El agua está fresca y hay mucha luz. Luz de verano, pálida y
brillante; luz que calienta la piel y dibuja sombras bajo las hamacas; luz que
chapotea en la piscina, que va y viene, que refleja el cielo impecable.
Una silueta cierra los ojos y saborea la atmósfera cargada de
calor. Escucha la conversación risueña de los pájaros y el ulular de algún ave
nocturna que se ha olvidado de ir a dormir. Levanta una mano para apartar la
mosca que zumba en su oreja. Un gesto lento, desganado. El sol de mediodía
ralentiza los movimientos y frena el ritmo de las ideas, se relaja la
respiración, no hay prisa.
Un pie roza el agua. Baja un escalón, luego otro. La piel nota el
contraste de temperatura, se encoge el estómago al contacto con el líquido
frío. Los pulmones cuentan hasta tres. Se cierran los ojos, se tapa la nariz y
se sumerge la cabeza. El silencio cambia, ahora es una presión en los oídos.
Los pensamientos se expanden: bucean a sus anchas sin aire, sin ruido que los
acompañe. Los párpados se aflojan y la mirada descubre un paisaje borroso. Un
azul transparente que se funde con la luz. Luz de verano, pálida y brillante.
Luz que atraviesa el agua, que frena el tiempo, que cambia poco a poco hasta
volverse gris. Gris de verano, pálido y lluvioso.
BB