El hombre consultó su reloj y se sentó en la silla. Removió el
café con calma, con la seguridad de quien tiene experiencia en dominar la mesa
de reuniones. Se llevó la taza a los labios, pero no bebió. Era el gesto lo que
importaba, no su función.
—Voy a comprar ese apartamento en Londres. Y la casa en Bath.
Dos frases asestadas con limpieza. No necesitaban introducción, ni
florituras que adornaran la expresión aséptica del rostro. El otro hombre
arqueó las cejas. Cruzó una pierna sobre la otra y se apoyó en el respaldo de
la silla.
—¿Ha sido un buen negocio?
Tres segundos y medio de silencio. La demora en la respuesta era
ensayada; el efecto, impecable. Encogió ligeramente los hombros, se podía
permitir un capricho de modestia fingida. La destreza en el manejo de la
elipsis iba a juego con la superficie brillante de la mesa en la que se
reflejaba la lámpara dorada. Por la ventana se colaba el ruido alejado del
tráfico y la luz de las últimas horas del día. La respuesta llegó con un
movimiento de cabeza. Un gesto conciso, tan exacto como sus palabras.
Y luego sonrió. Sin excesos, ni boato; pero con satisfacción. Era
una mueca afilada, curtida en negociaciones y firmas de contratos. El otro
hombre se irguió en la silla, se ajustó la chaqueta del traje y le copió la
actitud. La sonrisa cómplice despuntó en carcajada corta, informal.
En esa risa espontánea había juventud, impaciencia, proyectos,
futuro.
Y también inexperiencia.
BB.
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