Me preguntaba cómo había llegado hasta
allí. Qué aventura caprichosa se había cruzado en su camino y la había hecho
subir a un avión para llevarla a la otra punta del mundo. En qué momento había
decidido que lo dejaba todo atrás, que empezaba desde cero.
La observé a hurtadillas mientras apuraba
el café frío. Se movía por la sala con soltura, con una seguridad nerviosa que
se deshacía en sonrisas y comentarios amables. Ese día se había puesto un
vestido gris que le llegaba hasta los pies y botas abiertas en los talones.
También me pregunté si aquellas prendas eran estudiadas, si el cambio de vida
implicaba a su vez una renovación de armario.
Hablaba deprisa, con un acento marcado,
distinguible. De muy lejos. Y cuando cogía un poco de carrerilla condimentaba
las frases con palabras en italiano. Unas veces las traducía y otras no; pasaba
tan rápido por encima de ellas que el interlocutor no tenía tiempo de confirmar
que se había perdido en el discurso.
Me preguntaba cómo había llegado hasta
allí. Si había sido cosa del azar o se había colocado delante de un mapa a
elegir destino. Si había dicho, ésta voy a ser yo a partir de ahora.
Y me intrigaban las historias que dejaba a
medio contar. Eran su rastro de migas. Por si se perdía en el ir y venir y no
lograba volver hasta sí misma. Hilvanaba los recuerdos con agilidad, sin llegar
nunca al final. Cuando vivía en. La vez que viajé a. El día que me mudé con. Y
el cuento quedaba abierto. Y que el lector pusiera de su parte para desentrañar
el argumento.
Me preguntaba cómo había llegado hasta
allí. Si se reconocía por las mañanas cuando se miraba en el espejo. Si se
echaba de menos.
Me preguntaba si algún día se le ocurriría
escribir su historia. Pero para eso tendría que atreverse a colocar un punto y
final.
Y entonces sí que tendría que empezar desde cero.
BB.
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