lunes, 8 de septiembre de 2014

Ella lloraba. 

Eran lágrimas de impotencia cargadas de cansancio. Hubiera querido gritar, deshacer con un bramido el nudo que le ataba la garganta. Pero su autobús ya estaba en la parada y debía controlar las ganas de llorar a la vez que peleaba por conseguir un asiento. Se apoyó contra la ventanilla. Casi deseaba fundirse con la autopista que corría veloz al otro lado del cristal. Le habían dicho que no. Otra vez no. No. Las dos letras se reían en su cara.

Una mano rozó su rodilla. Levantó la vista del móvil, donde intentaba ahogar inútilmente los sollozos silenciosos. El hombre estaba sentado frente a ella y la observaba con una sonrisa que sólo asomaba en sus ojos oscuros. Un niño dormido se recostaba en su regazo y él le sujetaba con suavidad la cabeza para que no se lastimara con las sacudidas del vehículo. Lo vio sacar una libreta de un bolsillo de la chaqueta y escribir algo antes de estirar el brazo para ofrecérsela. Tuvo que insistir para que ella entendiera que se la estaba dando a leer.

Si hoy no ha salido bien, no pasa nada. Perder una batalla no implica tener que abandonar.

Ella, que estaba preparada para derramar lágrimas de gratitud, decidió en el último instante garabatear -al compás del traqueteo del autobús- cinco palabras de agradecimiento: Tu hijo me hace sonreír. Y le devolvió la libreta. 

El hombre cogió al niño en brazos, sin despertarlo, y se puso de pie. Ella le vio guiñar un ojo en su dirección antes de desaparecer en la siguiente parada. Y luego pensó que no. Que no había abandonado.

No.


Para Lupe,
BB.

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