Son las siete de la mañana. Una figura pasea solitaria por via del Corso. Camina con lentitud, las manos en los bolsillos del pantalón y la cabeza un poco echada hacia atrás.
Roma a estas horas es un capricho de sibaritas, de cazatesoros que no se conforman con los rincones tantas veces fotografiados. Además, hace frío. Y se ha puesto a llover. No mucho, cuatro gotas. Las justas para empeorar la humedad.
Nuestro hombre se ha parado en una esquina. Ha encendido un cigarrillo. Mira a su alrededor, apoyándose en la fachada que tiene a su espalda. La que está frente al Palazzo Doria Pamphilj. Está paladeando el momento. Roma, en febrero, está más bonita que nunca. La envuelve la languidez habitual en ella, acentuada hasta el extremo por las sombras alargadas que proyecta el sol de invierno. Y ese silencio, tan imposible de encontrar en la calle más transitada -y larga- de la ciudad, consigue que la eternidad casi sea palpable.
A te, che mi manchi così tanto...
BB.
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