Todas las noches, Victor Ouz se sentaba frente a la barra del bar. Pedía un martini y estudiaba los movimientos rápidos del camarero que le preparaba la bebida: el vaso, el hielo y por último el líquido amarillento, casi incoloro. Miraba el reloj cuando las manecillas marcaban las diez y se preparaba para esperar durante quince minutos; el tiempo exacto que tardaba en vaciar la copa y sacar un par de billetes del bolsillo para pagar su consumición. Hacía girar el asiento del taburete y, antes de levantarse, repasaba los rostros de la gente que llenaba el local. Caras anónimas que no le interesaban.
A las diez y diecisiete, mientras le cedía el paso a una mujer, sonaba su teléfono móvil. Vibraba con insolencia y él lo buscaba en el abrigo con desgana fingida. Sonreía con complicidad a la señora que le agradecía el gesto de la puerta y a continuación miraba con desinterés la pantalla del aparato, la ceja derecha arqueada de forma involuntaria. Silenciaba la llamada al tiempo que colocaba un cigarrillo entre sus labios y se frotaba las manos enguantadas.
Su día terminaba a las diez y diecinueve. Echaba a andar calle abajo. La Ópera al fondo. París alrededor.
BB.
No hay comentarios:
Publicar un comentario