domingo, 17 de febrero de 2013

Nemmeno

El mar estaba en calma. Rompía contra la costa con tranquilidad, casi con parsimonia. Las rocas se fundían con el vaivén de las olas, jugando a sacarles espumarajos blancos. Piedras lajadas en las que el tiempo había dejado su impronta a base de acuchillarlas. Dentelladas que el mar ganaba a la tierra. Al leve murmullo del agua acompañaba el cielo azulísimo y un griterío de fondo en italiano, voces de niños que se entremezclaban.

—Qué idioma tan endiablado es éste.

La mujer lo dijo al aire, sin apartar la vista del agua, recostada sobre una gran roca. Él se limitó a responder con una sonrisa desganada, la mirada oscura escondida tras unas gafas de sol. No replicó. Porque en el fondo le gustaba la sonoridad del idioma, el timbre cambiante que lo caracterizaba. Palabras que se mezclaban con dulzura, con suavidad implícita en cada sílaba. Disfrutaba con el poso que dejaban en la cabeza las vocales tan abiertas.

Pero no dijo nada. Mantuvo los ojos fijos en las casas del pueblo, apelotonadas en la montaña componiendo un acantilado de colores, ventanas y piedra. Una babel sin nombre. No respondió porque no tenía nada que decir. Le hubiese gustado replicar en italiano.

Pero no, no podía. Nemmeno.

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