La puerta está cerrada.
Golpean varias veces y la respuesta es siempre la misma: silencio. La chica, que es francesa, ha acudido en busca de ayuda a su compañero de piso. Ambos contienen la agitación, tragándose la inquietud como pueden. Ella, mordiéndose las uñas lacadas de rojo; el otro, el inglés, con la mirada clavada en los motivos abstractos de la moqueta y echando mano a su reloj cada pocos minutos.
Han avisado a la casera. Refunfuñando con acento de Liverpool, la mujer ha subido al quinto con un manojo de llaves y restos del desayuno en la bata. Más mordisqueo de uñas y mutismo incómodo. Hasta que, por fin, la señora encuentra la llave que abre la habitación cerrada. Y nadie ha pensado que el pestillo podría estar echado por dentro y que no serviría de nada probar con la cerradura.
Que suba el conserje a echar la puerta abajo.
Ahora son tres en el pasillo, esperando a que el hombre de pelo blanco llegue renqueando con una palanca en la mano. La francesa contiene la respiración, el inglés frunce el ceño, la casera sigue mascullando y al conserje le cuesta respirar por el esfuerzo.
Al fin, la puerta se abre con un estruendo y una patada certera. Hace calor en la estancia y las cortinas están corridas. Nadie habla, pero todos piensan lo mismo:
—Tenía que pasar.
Y en el suelo, yace la chica que faltaba para completar el cuadro. No hay sangre. Sólo un libro abierto con las hojas arrancadas. Al lado del cadáver, una taza de té aún humeante.
Sin leche.
Para Ana,
BB.
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