La estancia

La habitación estaba vacía. La humedad había desconchado la pintura de las paredes y su color azul, tan vivo en otro tiempo, se había ennegrecido en algunos puntos. Una gruesa capa de polvo y suciedad cubría el suelo y los escasos muebles que habían sobrevivido al paso de los años. En una esquina, la más alejada de la puerta, un camastro estaba encajado bajo la ventana, de cristales emplomados. La cama estaba desecha, pero las sábanas limpias. Tan blancas que desentonaban en el ambiente enrarecido. Había restos de comida en un plato apoyado en una caja desvencijada que hacía las veces de mesa y de sillón.

En el silencio de la estancia -que era una mínima parte del silencio en que estaba sumida la enorme casa-, se percibía un solo sonido: el avance de las manecillas de un reloj. Marcaban un ritmo lento, cansado. Había que escuchar atentamente para distinguirlas, envueltas como estaban por tanto mutismo. Había que buscar aquel tic tac para oírlo.

Lejos, al otro lado de la calle, un grupo de obreros trabajaba en la cimentación de un nuevo edificio que aún no existía. Trajinaban con ahínco, fingiendo no advertir el calor sofocante de la tarde que les empapaba las camisetas, y silbaban con descaro a las muchachas que cruzaban la calzada. No reparaban en la fachada decrépita de enfrente. Nadie lo hacía. Los transeúntes pasaban con prisa y en aquel alboroto -el del día a día- era imposible distinguir el silencio de aquella casa, en el que estaba incluido el silencio de la pequeña estancia, que envolvía el susurro de un reloj.

BB.