Me había enamorado de la casa. Los techos tan altos, las paredes blanquísimas, la luz que se derramaba por las ventanas. La infinidad de estanterías y el millón de recovecos que parecía albergar me habían robado el corazón. Casi me veía a mí misma andando descalza sobre los pavimentos de cerámica hidráulica, en ese futuro que siempre había soñado.
Y no sólo a mí. Nos veía a las tres. Y al gato, que se llamaría Mies.
Para vosotras,
BB.
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